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miércoles, 11 de agosto de 2010

SenegalTown en el 22@

Publico aquí un article complert que han retallat (una mica) al diari .

Un centenar de subsaharianos dedicados a la recogida de chatarra se hacinan en una nave industrial abandonada en el Poblenou

La enorme cantidad de moscas es lo primero que nos sorprende antes de que Abdul nos aparte con violencia. Lleva la mano toda ensangrentada y una herida con muy mala pinta. «Chatarra», revela Ali. Recoger los hierros de las obras suele producir heridas en dedos y brazos y a eso se dedican los habitantes de una fábrica abandonada del barrio de Poblenou.

Son un grupo de africanos que vinieron a España con muchas ganas de trabajar y la esperanza de encontrar una vida nueva. La ilusión aún la conservan y lo que viven es ciertamente novedoso, pero tiene poco que ver con lo que esperaban. Buscan chatarra entre las obras para venderla a peso y, si tienen suerte, acuden a la recogida de uva o aceituna en otras comarcas.

En menos de cinco minutos Abdul vuelve a estar en la calle, a empujar el carro, con un guante en la mano que se había cortado. Alí vuelve a contarnos lo que se nos escapa: «Claro que iríamos al médico, no tenemos ningún problema. Pero nos miran la herida y nos hacen esperar mucho. Nosotros nos curamos cada uno nuestras heridas, las quemamos para que dejen de sangrar y podemos volver rápido a trabajar». Cada hora cuenta en este oficio.

Ali es mauritano y llegó a Barcelona hace dos años después de cruzar el estrecho en patera, como casi todos sus compañeros de techo. Vive sin papeles y recuerda que en su país trabajó en un hotel gracias a su conocimiento de siete lenguas distintas mientras que su situación aquí es «difícil». La opción de volver, sin embargo, no existe: «Vergüenza».

Al contrario que Ali, Diop, un joven senegalés que lleva tres años en el país, admite con tranquilidad su situación: «si de aquí a un año siguen las cosas así volveré a casa, miraré a los ojos a mis padres y les diré que hice lo que pude». «Está complicado», admite, pero no se resigna. Lo que le motiva ahora, cuenta, es labrarse un futuro a base de lucha porque «la suerte no viene, hay que ir a por ella».

Cuando llega la tarde, el trabajo en el patio de la nave remite a los que debieron ser sus orígenes. Los muchachos pelan cables para revalorizarlos y pesan y clasifican los metales que han amontonado durante la mañana. Hay algunas malas caras y recelo para los visitantes, pero tras las presentaciones siempre surgen sus sonrisas.

Cuando soñaban con su vida en Europa no esperaban encontrarse en la cola de la sociedad, pero hay pequeños refugios tras la consciencia de su situación. Ali revela una ayuda: la marihuana. «Cuando sales por la mañana a buscar chatarra en lugar de estar trabajando de algo mejor, cuando piensas en tí mismo contándoles a tus parientes lo que haces, te entra vergüenza y un porro ayuda», dice señalándose la cabeza. La misma necesidad de evasión de los obreros de toda la vida pero en versión musulmana.

Abdul es el más mayor de los que viven en la nave industrial y ha viajado mucho. Primero estuvo en Italia, «donde es jodido vivir sin papeles», luego en Francia y, desde hace tres años, en Barcelona. En ocasiones llega a las afueras de la ciudad en la búsqueda de metales y cables y destaca la falta de problemas con los vecinos del barrio. Es quien nos enseña su hogar. Las estancias se delimitan con maderas y las ventanas están tapadas con plásticos y mantas e igual como en las peores noches de invierno pasaban frío y preferian bajar al patio a calentarse en una hoguera, ahora el calor se les hace muy incómodo «aunque no tanto como en Senegal», sonríe Trypa.

Suelen comer pollo y arroz «para estar fuertes y poder cargar los hierros» cocinados en una cocina oxidada que funciona con el butano que pagan entre todos. Una mujer con acento eslavo fanfarronea sacando la cabeza entre la cortina que le sirve de puerta-«Cuando mejor se come es cuando cocino yo»- y los chicos la saludan cariñosamente. Es una de las dos mujeres del recinto.

Más allá de algunos bandos y rencillas, el respeto rige la convivencia e incluso existen pequeñas jerarquías proyectadas en el tamaño de los habitáculos o las pequeñas posesiones. Cada cual vive con lo que pesca en la calle y junto a los colchones sucios y las ratas se encuetra algun lujo, como altavoces conectados a la radio y una bicicleta estática. Para alumbrarse usan velas y, los más afortunados, alguna chapuza que conecte bombillas con baterías de coche, auténtico maná de la fábrica.
El servicio consiste en un agujero que llega a la cañería, reventada a golpes para que no se inunde, y un cubo para el agua. Orinan en el patio común y se limpian los dientes con un dedo y la manguera que les sirve de ducha en invierno. En verano, como hoy, toca ducharse en la playa.

No hay tristeza, más bien esperanza. Cuenta Diop que cada tarde se reune con su grupo alrededor de la mesa y todos comparten lo que sea que han reunido durante el día: pan, arroz, algunas monedas, a veces un billete, otras veces nada de nada. Puede ser, cada vez es más corriente, que alguien tenga los bolsillos vacíos. No importa, nadie exige unos mínimos. Según sus propios cálculos, viven con «3 o 4 euros al día, pero nunca sabes como iran las cosas». Con ello deben comprar «algo para comer, el tabaco y marihuana» y ahorrar para pagar el butano con el que cocinan. Ese momento en el que aprovechan para hablar de sus novias o de sus sueños, fumar y bailar es el mejor de su vida.

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